El término “Generación Perdida” hace referencia a los niños y jóvenes que alcanzaron la mayoría de edad durante la Primera Guerra Mundial, que fallecieron a causa de ella o bien que sobrevivieron para luego vivir una vida “perdida”: llena de traumas y temores, sin un norte u objetivos claros.
Comparar a las jóvenes generaciones actuales con la generación perdida parece exagerado en un principio. ¿Cómo comparar a jóvenes beneficiados con tantos avances tecnológicos y oportunidades con aquellos que murieron en las trincheras y a los que ahora solo podemos tener acceso por medio de series y películas? Sin embargo, en vista del deterioro continuo del país y de los últimos acontecimientos de este mes, me atrevería a decir que mi generación, la que ahora nos gobierna, no sólo está “perdida” sino que está “perdiendo” a las siguientes.
Mi generación se crió en un mundo con beneficios que las anteriores no tuvieron. Una vida para nada perfecta, pero si mucho más cómoda y segura, de mayor libertad y acceso a la información, con más oportunidades de la que se había tenido registro en el país. Fuimos la primera generación que creció dentro de los denigrados (y ahora nostálgicos) “30 años”; nos tocó vivir un mundo donde la democracia, los derechos y libertades se daban por sentado, donde a la mayoría tal vez nos faltó tener un poco más de tropiezos y caídas en el camino para entender que no todo está asegurado y que el errar es parte de la vida. Somos una generación inconformista, poco resiliente y de fácil frustración, que durante su etapa escolar y universitaria protestaba por más derechos y libertades, olvidándose de los deberes y responsabilidades que estos conllevan. Una generación que ahora está al mando del país
y que gobierna de manera utópica, alejada de los problemas reales de los chilenos, con escasa autocrítica y nula capacidad de gestión; algo que está afectando a las generaciones que nos siguen.
La generación escolar actual vive más tecnologizada, más conectada al “mundo feliz” de las redes sociales donde la vida perfecta expresada en fotos y videos cortos es la norma. Una generación por tanto más individualista, menos empática y que “aprendió” de la nuestra la idea de que la violencia para alcanzar los objetivos es válida, que las tomas y paros en los colegios eran una forma de exigir sus derechos, convirtiendo la pérdida de clases en un daño mínimo o colateral. Algo que la pandemia agravó al cerrar los colegios, aislando y alienando aún más a estos niños que ahora sufren las consecuencias del encierro y de los cuales los resultados del SIMCE (los peores en 10 años) son sólo una arista. Las enfermedades de salud mental, la violencia en los colegios y la deserción escolar serán los nuevos problemas que ahora debemos sumar al hablar de “educación de mala calidad”.
Son este tipo de urgencias a las que el gobierno debiera poner atención por sobre agendas políticas centradas más en la “ideología de género” que en el bienestar de los niños. Son ellos los que más nos debería preocupar junto con aquellos que aun no han dado sus primeros pasos; nuestra lamentable tercera generación perdida: lactantes y recién nacidos a los que les hemos legado un país menos seguro, más complejo en lo político, y más deteriorado en lo económico y social. Un país donde el grupo gobernante privilegia la ideología por sobre la gestión, buenos para soñar un mundo más “diverso e inclusivo” donde el privilegiar agendas “interculturales” parece ser más importante que la gestión de camas en plena campaña de invierno.
“Educación de calidad” y “Salud digna” para las nuevas generaciones, fueron las frases más escuchadas en sus protestas; promesas que hicieron que la primera generación perdida llegara al poder y que ahora son de peor calidad gracias a este mismo grupo de jóvenes que perdió el norte o que, en vista de los recientes casos de corrupción descubiertos, quizás nunca tuvo.